Qué se comía en el México del Siglo XIX 2022 2

Acompañemos al autor por este suculento recorrido

¿Qué se comía en el siglo 19 en México respecto al día de hoy? Sé que difícilmente podré encontrar esos datos en mi propio estado, pero tal vez pueda inferir algo, hurgando en lo que se escribió sobre el tema a nivel nacional.

Por Benigno Aispuro

“Lo poco que sé del siglo 19 en nuestro país -una época en la que se forjó la cocina mexicana actual- lo sé a través de la literatura y por eso retomo hoy lo que escribieron dos autores emblemáticos de esa época”.

Por ejemplo, don Guillermo Prieto (CDMX 1818-1897), en su libro «Memorias de mis tiempos» (1853) describe un día normal entre la gente de clase media, cuando al parecer, comer no solo era una necesidad sino un pasatiempo, porque comían opíparamente, con cinco o seis tiempos a lo largo del día:

Para despertar, «el suculento chocolate, en agua o en leche», o bien los atoles, como el champurrado, el antón parado, el chile atole, o «el simple atole blanco acompañado de la panocha amelcochada o el acitrón». En la primera mitad del siglo 19 aún no se conocía o gustaba el café, moda francesa posterior. El almuerzo a las diez de la mañana, que podía ser «asado de carnero o de pollo, rabo de mestiza, manchamanteles, calabacitas, adobo o estofado, o uno de los muchos moles o de las muchas tortas del repertorio de la cocinera y frijoles».

La Cocina Mexicana es Mágica

Además Histórica ya que a través de la misma encontramos muchas fusiones que se dieron en las épocas claves de transiciones sociales o políticas

A veces una tortilla de huevos, huevos estrellados o revueltos, y los tibios que «solían recomendarse a los enfermos o a los caminantes».

De beber, el vino tinto cascarrón para «gente muy principal; para el común de mártires el pulque y para la plebe infantil el pulque o el agua».

La comida era a la una y dos de la tarde: «caldo, con limón exprimido y chile verde estrujado; sopas de arroz o fideo, tortilla, puchero con todos sus adminículos, es decir, coles y nabos, garbanzos, ejotes, jamón y espaldilla, etc., etc.» Entre las cuatro y cinco de la tarde, se «engañaba» el apetito con un chocolate; y después del Santo Rosario algo de merienda como de refrigerio, para llegar a la cena a las diez de la noche «con el indispensable asado con ensalada y el mole de pecho tradicional».

Eso entre la gente bien, porque el populacho comía lo que podía y donde podía. A mediados del siglo 19, dice, eran muy comunes las «fondas y bodegones al aire libre en el Portal de las Flores», donde los vendedores instalaban una mesita con su mantel, su farolillo de papel, platos y vasos. En un lado, el anafre con el carbón encendido y, encima, una enorme cazuela con la manteca chirriando.

A un lado el pregonero, despachador o propietario «con su delantal de brin, su sombrero de palma y las mangas de la camisa remangadas», gritando de continuo: «¡Chorizones, pollo, fiambre!; ¡pasen a merendar!… ¡Un vaso de pulque de piña!».

Como en el comedero de Los Agachados, los comensales se sentaban en el quicio de las puertas, o en petates tendidos en el suelo, donde comían entre pláticas, pero no solo era gente humilde, sino también «el medio pelo presuntuoso, los payos pudientes y los ricachos no envanecidos con una caprichosa fortuna».

Había quienes, al lado de «colosales ollones con una luminaria al costado, despidiendo chufas», vendían pasteles y empanadas, anunciados por un tiznado y enmarañado vendedor: «”¡A cenar!… ¡A cenar! ¡Pastelitos y empanadas! ¡Pasen, pasen a cenar!”

En un paseo campestre por el “Pradito de Belén”, entre jacales miserables y potreros, había «vendedoras de tamales de chile, de dulce y de capulín; tapabocas y bollitos de a ocho, cajones con ponteduros, pinole o garbanzos tostados, charamuscas y muéganos», quienes estaban listos para la vendimia a familias de numerosa prole, artesanos, catrines a la caza de damiselas, colegiales, niñeras, sacristanes y en general un «peladaje arriscado con sus guitarras y bandolones, arpas y dulzaina para armar fandangos al aire libre».

El escritor Manuel Payno (México, 1810 – 1894), en un texto titulado «La Semana Santa», afirma que «las gentes que todo el año han acostumbrado su caldo con limón a medio día, y su molito de pecho para la cena, encuentran un positivo placer en sustituir estos días los manjares acostumbrados con la capirotada y la sopa de frijoles, el revoltijo de romeritos, la torta de camarones, y en algunas partes el lujo llega hasta poner lonjas envueltas en huevo de saladísimo pescado róbalo y ensalada de lechuga o coliflor», y «todas las familias que no están invadidas por el beefsteak y el rosbeef almuerzan tortillas enchiladas y beben pulque de gloria».

En su novela “Los bandidos de Río Frío” (1891), Payno describe la opulenta comida con que la verdulera Cecilia agasaja a su invitado el Lic. Lamparilla:

En el almuerzo, «un buen plato de huevos con longaniza fresca de Toluca, rajas de chile verde, chícharos tiernos, tomate y rebanadas de aguacate. La molendera envió unas tortillas pequeñas y delgadas, humeando», todo acompañado por el indispensable pulque de piña con su polvo de canela.

El segundo plato fue un «extraño guisado de huesos», que combinaba «huesos de manitas de carnero, de manitas de toro, de manitas de puerco, de pies y alones de pollo», todo condimentado con cilantro, habas verdes, aguacate y tornachiles, cuyo solo aroma «bastaba para alimentar».

Era un guisado, dice, usual entre los pulqueros de México, que saben comer bien y para el cual de nada sirven el tenedor ni el cuchillo, y es necesario devorar a pie, sin ningún cumplimiento.

Y para concluir, «una ensalada de calabacitas con granos rojos de granada y unos frijoles y chicharrón», con su baño de polvo de queso oreado, sus rabanitos y hojas de lechuga. Para rematar, beben café que, junto con el té, por entonces sólo se usaba como remedio para el «dolor flatoso», aunque ya se iba adoptando la moda de los cafés, como en París. Y es que la bebida caliente de los mexicanos de ese tiempo eran el chocolate o el atole.

Tras el banquete, mientras fumaba su puro, el Lic. Lamparilla se puso filosófico: «No es de su cuerda el café ni los “misteses” y “rosbises”, como le dicen a la carne condimentada a la moda inglesa; pero en cambio.

¡qué comida, qué guisos tan sabrosos!

Yo creo que, si San Pablo tiene gustos, no comerá en el cielo más que a la mexicana».

Y luego truena contra las costumbres decretadas por «la sociedad», o cierto sector de la sociedad, que «nos impone deberes a los que por fuerza tenemos que sujetarnos»:

Esa alta sociedad que «dice que el chile, las tortillas, los chiles rellenos, las quesadillas son una comida ordinaria, y nos obliga a comer un pedazo de toro duro, porque tiene un nombre inglés». Y lo mismo en el vestir, en el hablar y hasta en los casamientos.

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