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Con motivo del 103 aniversario del natalicio de Pedro Infante, decidimos primero visitar el Museo que en su honor fundó Sandra Ortega aquí en Mazatlán, en la casa donde nació el ídolo mexicano, sinaloense y mazatleco.

Pese a la pandemia, que ha golpeado fuertemente a todo el mundo, pero que a Sandra Ortega la sacudió aún más ya que le arrebató a su esposo, Luis Alfonso Cardenas Alvarez, compañero y cómplice de la aventura llamada Museo de Pedro Infante.

Pero Sandra sabe muy bien que Pedro es todavía idolatrado por millones de personas de todo el mundo, y en ese sentido ella misa acepta que tiene que seguir adelante con este proyecto: “Qué culpa tiene Pedro de todo esto. Tengo que dar la cara amable y sonriente, pese a lo que me pasó” nos dijo antes de iniciar el recorrido por el museo.

Y de esta manera iniciamos la conmemoración del 103 aniversario del natalicio del gran artista y cantante Pedro Infante.

Así que les solicitamos escuchen y vean con atención el vídeo que generamos de la transmisión en vivo que hicimos esta mañana con tal motivo directamente en el Museo de Pedro Infante.

Posteriormente, les invitamos a que lean las dos anécdotas del Pedro Infante que rescató Jesús Antonio Lerma Garay, las cuales están muy buenas.

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© Jesús Antonio Lerma Garay

En memoria de Rosa Gabriela Galván Rodríguez, fallecida en septiembre de 2020; con agradecimiento a ella y a Luis Marchena Gutiérrez.

PRIMERA. Resarciendo un daño.
Conocí a la señora Rosa Gabriela Galván Rodríguez hace unos diez años gracias a un amigo común, José Ángel Pescador Osuna. Coincidimos en varios eventos como celebraciones, presentaciones de libros, pláticas de Historia, cumpleaños. Un día me dijo que quería contarme una historia de su niñez y, tocado por la curiosidad, le dije que me diera un adelanto. Yo conocí a Pedro Infante, me dijo.

No había más que decir, al día siguiente por la tarde ahí estaba yo en su casa de la calle Virgilio Uribe, casi esquina con Zaragoza, de Mazatlán. Gustoso anduve la media loma, llegué hasta la banqueta de la casa, subí sus tres o cuatro escalones de cemento y toqué la puerta. Pásale, escuché a Rosa. Entré, ahí estaba ella sonriente y gustosa de que iba a contarme esta vivencia; también estaba Luis Marchena Gutiérrez, amigo de ambos. Los saludé, me senté al comedor y me dispuse a escuchar una pequeña gran anécdota del “Ídolo de México”

Yo era una niña –comenzó Rosa Gabriela– vivíamos en esta casa. Éramos muy pobres por lo que mi mamá hacía tortillas para vender. Yo era una niña, tendría unos ocho o nueve años de edad; no más. Jamás voy a olvidar a mi madre sentada ante aquella hornilla calentada a base de leña, haciendo bolitas de masa y aplanándolas con la torteadora. Yo ayudaba entregando tortillas a los vecinos. Un día, ya pasaba de medio día cuando me dijo “Ten, llévale estas tortillas a doña Cuquita”.

Doña Cuquita vivía dos cuadras abajo y era muy querida y respetada en todo Mazatlán por la simple y sencilla razón de ser la madre de Pedro Infante Cruz. Si, aquel kilo de tortillas era para doña María del Refugio Cruz Aranda, quien ya las esperaba. Tomé las gordas y me apuré a ir a entregarlas. En unos minutos llegué hasta la casa aquella, me detuve ante la puerta que estaba abierta.

– Doña Cuquita, aquí están sus tortillas –grité sin entrar.

¡Pásale muchachilla! –escuché a don Pedro que estaba recostado en un sillón en la sala de la casa.

Sí, era ni más ni menos que Pedro Infante, quien me invitaba a pasar a su casa tal como hablaba en las películas: franco, sonriente, gustoso, muy amable. Yo ya sabía que él era un artista muy famoso y me sentí un poco intimidada.

– ¡Que le pases, te digo! –Pedro Infante me reiteró viéndome pero sin levantarse del mueble.

Yo le obedecí y me dispuse a entrar. Pero apenas había puesto un pie dentro de la casa, no sé de dónde salió un perro enorme ladrándome. Todo pasó en menos de un segundo. El animal me tumbó al suelo y luego estaba sobre mí. Al mismo instante, Pedro Infante pegó un brinco del sillón y le gritaba al can para que me soltara.

– Suelta a la niña perro desgraciado –le gritó don Pedro y lo sujetó del cuello para evitar que me mordiera. Doña Cuquita quizá estaba en la cocina, pero al oír el alboroto vino a la sala. Se asustó al ver la escena, temió lo peor y gritando conminaba al can para que me soltara.

Luego de unos segundos, Pedro Infante me quitó el perro de encima, lo corrió regañándolo y luego me levantó del suelo. Él estaba preocupado mientras que yo estaba totalmente asustada, la parte superior de mi vestido estaba rota debido al ataque del can. Pero afortunadamente no me había mordido.

¡Mira nomás cómo te puso este perro del mal! –me decía, y a la vez me consolaba diciéndome que no me preocupara. Doña Cuquita sí que estaba preocupada al veme tan asustada, al borde del llanto y además con la ropa rota.

Ven, pásale –me dijo ella.

Doña Cuquita era muy buena costurera, de hecho ejercía ese oficio hasta que su hijo ya no se lo permitió.

Me metió a un cuarto y me hizo que me quitara el vestido. Luego comenzó ella a zurcirlo, a repararlo. Pasaron varios minutos, ella me sonreía, yo le sonreía. El susto ya había pasado, pero yo estaba muy preocupada: qué me diría mi mamá.

Una vez que terminó de zurcir el vestido, doña Cuquita me lo puso y ya así salimos del cuarto. Ahí estaba de pie don Pedro Infante mirándome con cara no de preocupación sino de que quería reparar el daño hecho. Me preguntó mi nombre, se lo dije.

Tenga Rosita –me dijo Pedro Infante colocando en mi mano unos cuantos billetes. No supe cuánto era, no los quería aceptar pero don Pedro no me dio opción. Yo ya quería irme a casa y él me acompañó a la banqueta y me pidió lo perdonara por lo que había sucedido. No había nada qué perdonar, son cosas que suceden.

Y ahí iba yo caminando regreso a casa, con un vestido tan bien zurcido que no parecía haber estado roto minutos antes. Al llegar a casa lo primero que escuché fue a mi madre preguntándome, no de muy buen talante, por qué tardaste tanto.

No había otra más que contarle lo sucedido, lo del perro que me atacó, lo de Pedro Infante, de doña Cuquita, del vestido zurcido… de los billetes que me había dado. Aquí fue cuando mi madre dijo “No, eso no puede ser”. Dámelos, me ordenó. Obedecí y se los entregué. Mi mamá contó el dinero, eran doscientos pesos en total; un dineral en aquel entonces cuando en todo el día a lo mucho vendía dieciocho pesos de tortillas.

Mi madre dejó de hacer tortillas, metió el dinero en la bolsa de su batita, me tomó de la mano y me ordenó acompañarla. Su cara no mostraba ni algo parecido a la felicidad. Caminamos las dos cuadras calle abajo y llegamos a la casa de la que había yo salido minutos antes.

Doña Cuquita –desde la puerta, sin entrar, le llamó con cierta vergüenza.

Pero no salió ella, salió Pedro Infante.

Qué se le ofrece –le preguntó muy amable y sonriente a mi mamá, tal como lo hace en las películas, mientras me hacía una caricia. La verdad es que no era fácil dirigirle la palabra a un artista tan famoso como ya lo era él, por ello mi madre tartamudeó un poco.

¿Es cierto que usted le regaló a mi hija este dinero? –le preguntó mientras le mostraba los billetes que minutos antes me había entregado a manera de disculpa.

Así es señora mía. Yo se los regalé a esta niña tan bonita y tan simpática.

Mi madre era humilde y no podía aceptar que alguien me regalara esa fortuna. Y así se lo explicó al actor. Luego le extendió la mano devolviéndole el dinero. Repaso la escena ahora, más de setenta años después, y me parece estar viéndola en una película.

No señora mía. Ese dinero es de Rosita en pago por lo que le hizo ese perro tan canijo.

Es que yo no se lo puedo aceptar –le respondió mi mamá avergonzada.

¡Ah, nomás! –exclamó el Cutberto Gaudázar.

Tómelos, por favor –le rogó mi madre.

En eso llegó doña Cuquita quien le pidió a mi mamá que aceptara aquel dinero, que era como una compensación por el daño causado. Pero mi madre estaba decidida a no regresar a casa con aquellos billetes.

Serio, muy serio, muy muy serio Pedro Infante le dijo a mi mamá:

– Doña Rosa, ese dinero es de Rosita. Yo se lo di a ella a manera de disculpa por lo que el perro le hizo. Jamás voy a aceptárselo porque le pertenece a una niña que, sin ofenderla a usted, supongo que su mamá va a utilizarlo de la mejor manera posible.

Por su mirada, por el tono de voz, mi madre supo que Pedro Infante jamás iba a tomar ese dinero con el que me había recompensado por el ataque del can. No había más que hacer, mi madre se despidió de él agradeciéndole mucho, varias veces, de todo corazón. También se despidió de doña Cuquita. Yo hice lo mismo.

Apenas habíamos caminado unos cuantos metros cuando volteé para ver si aún estaba Pedro Infante en la banqueta. Y sí, ahí permaneció mirándonos. Luego, al ver que yo lo miraba me guiñó un ojo y me sonrió.

SEGUNDA ANECDOTA 

 Yo Jugué Canicas con Pedro Infante
Quedé encantado al escuchar esa historia. Vi la cara de Luis y supe que él ya la conocía pero igual estaba más que gustoso.

– Qué te parece –me preguntó Rosa.

– ¡Maravilloso! –le respondí.

Antonio –me dijo Luis– yo tengo otra anécdota de Pedro Infante.

Así es –gustosa asintió Rosa.

– ¿No la quieres escuchar?

Para luego es tarde, le respondí…

Yo era un niño en ese entonces –gustoso, orgulloso, comenzó Luis su narración. Era el año 1953, vivía muy cerca de aquí, muy cerca de la casa de doña Cuquita. Un día estábamos jugando a las canicas en la tierra, ya que en aquellos días la calle no estaba pavimentada. ¿Qué niño no jugó a las canicas? Jugábamos a “La Rueda”, “La Carroza” “Los Tres pozos”; éramos cinco o seis chiquillos, nos arrastrábamos sin importarnos si nos ensuciábamos, disparando las bolas de vidrio entre los dedos índice y pulgar.

En eso estábamos cuando se vio que venía un carro bien elegante, de los mejores, debe haber sido último modelo. Era color blanco con guinda; me parece que era un Studebaker. Sobre el techo tenía un portaequipaje metálico, sobre el cual venían varios velices y una bicicleta tándem, de esas para dos personas. A todos nos llamó la atención, entonces uno de nosotros nos anunció como si nada:

– Ahí viene Pedro Infante.

Detuvimos un poco nuestro juego, unos estábamos agachados, otros de pie. El carro avanzaba hacia nosotros ya que nos encontrábamos casi frente a la casa de doña Cuquita. El automóvil se detuvo a un metro de donde nos encontrábamos, se abrió la puerta y de él bajó Pedro Infante. Nosotros creímos que se metería a su casa de inmediato, pero no. Lucía alegre, su cara estaba sonriente. Estaba bien vestido, con un pantalón planchado a la perfección, la camisa igual; los zapatos relucían. Apenas se había apeado del carro cuando nos dijo:

– ¡Hey muchachos! Buenos días

Enseguida nos saludó a todos de mano. Lo hacía sonriente, franco. Ninguno de nosotros podíamos creerlo. Nos dio mucho gusto que aquel artista tan famoso nos saludara así, de mano. Luego nos preguntó lo que menos hubiéramos imaginado:

– ¿Me dejan jugar con ustedes?

Todos nos quedamos sorprendidos, boquiabiertos. No podíamos creer lo que nos decía, lo que nos pedía él. ¡Pedro Infante, quería jugar a las canicas con nosotros! Y como nadie atinaba a responderle, caminó hacia “La Rueda”, se agachó, tomó unas canicas que estaban sobre la tierra, y nos invitó:

– ¡Ándenle, vamos a jugar!

Ahí estábamos aquellos niños jugando en la tierra a las canicas con un nuevo jugador: Pepe El Toro. Era raro, chistoso, algo fuera de lo común ver a aquel señor tan bien vestido arrastrándose en el piso, jugando canicas como si fuera un niño más. Estaba feliz, sonriente, parecía como si estuviera actuando en una más de sus películas, pero no; Pedro Infante estaba jugando a las canicas con unos chiquillos. Nada le importaba ensuciar aquella ropa que traía puesta, pantalón, camisa ni zapatos. Se veía que se estaba divirtiendo, que gozaba enormemente de ese momento. Y disparaba las bolas de vidrio con bastante fuerza; claro, era un hombre muy fornido. Al final, Pedro Infante jugó canicas con nosotros unos diez minutos.

Luego se levantó, nos dio las gracias, se despidió y caminó hacia la casa de su mamá Cuquita.

Entonces la gente comenzó a llegar a la casa esa. Mucha, mucha gente que quería verlo. En unos minutos, él debía presentarse en la estación radiofónica XERJ para un programa en el que participaría también Lola Beltrán, y otros artistas.

Minutos después, Pedro Infante salió de la casa de su mamá, Cuquita, y se fue caminando hacia la calle Belisario Domínguez. Dio la vuelta y avanzó hacia el sur. Cientos de personas lo seguían, lo esperaban, se le atravesaban, querían verlo, saludarlo, querían que les firmara un autógrafo. Él lucía sonriente.

En ese entonces la XERJ se ubicaba en la esquina noreste del cruce de las calles Belisario Domínguez y Mariano Escobedo. Muy pronto Pedro llegó ahí, ya lo esperaba un gentío. En el interior del edificio le aguardaban un piano, como el de la “Hora Azul” Lola Beltrán y otros artistas.

Pero esa mañana, casi a las doce, antes de ir al programa de la RJ aquel artista había jugado a las canicas con nosotros, conmigo ¿Y quién en el mundo puede presumir de haber jugado a las canicas con Pedro Infante?

Había gusto, orgullo, algo más en el rostro de Luis Marchena. Lo comprendo porque ¿quién puede presumir que jugó a las canicas con el afamado Tizoc?

Yo, yo, me dice orgulloso Luis Marchena Gutiérrez, YO JUGUÉ A LAS CANICAS CON PEDRO INFANTE

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