Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático:

Palacio Nacional, Ciudad de México

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Discrurso del Santo Padre:

Señor Presidente,
Miembros del Gobierno de la República,
Distinguidas Autoridades,
Representantes de la sociedad civil,
Hermanos en el Episcopado,
Señoras y señores.

Mensaje del Papa Francisco en Palacio Nacional

Le agradezco, señor Presidente, las palabras de bienvenida que me ha dirigido. Es motivo de alegría poder pisar esta tierra mexicana que ocupa un lugar especial en el corazón de las Américas. Hoy vengo como misionero de misericordia y paz pero también como hijo que quiere rendir homenaje a su madre, la Virgen de Guadalupe, y dejarse mirar por ella.

Buscando ser buen hijo, siguiendo las huellas de la madre, quiero, a su vez, rendirle homenaje a este pueblo y a esta tierra tan rica en culturas, historia y diversidad. En su persona, Señor Presidente, quiero saludar y abrazar al pueblo mexicano en sus múltiples expresiones y en las más diversas situaciones que le toca vivir. Gracias por recibirme hoy en su tierra.

México es un gran País. Bendecido con abundantes recursos naturales y una enorme biodiversidad que se extiende a lo largo de todo su vasto territorio. Su privilegiada ubicación geográfica lo convierte en un referente de América; y sus culturas indígenas, mestizas y criollas, le dan una identidad propia que le posibilita una riqueza cultural no siempre fácil de encontrar y especialmente valorar. La sabiduría ancestral que porta su multiculturalidad es, por lejos, uno de sus mayores recursos biográficos. Una identidad que fue aprendiendo a gestarse en la diversidad y, sin lugar a dudas, constituye un patrimonio rico a valorar, estimular y cuidar.

Pienso, y me animo a decir, que la principal riqueza de México hoy tiene rostro joven; sí, son sus jóvenes. Un poco más de la mitad de la población está en edad juvenil. Esto permite pensar y proyectar un futuro, un mañana, da esperanza y proyección. Un pueblo con juventud es un pueblo capaz de renovarse, transformarse; es una invitación a alzar con ilusión la mirada hacia el futuro y, a su vez, nos desafía positivamente en el presente. Esta realidad nos lleva inevitablemente a reflexionar sobre la propia responsabilidad a la hora de construir el México que queremos, el México que deseamos legar a las generaciones venideras. También a darnos cuenta de que un futuro esperanzador se forja en un presente de hombres y mujeres justos, honestos, capaces de empeñarse en el bien común, este «bien común» que en este siglo XXI no goza de buen mercado. La experiencia nos demuestra que cada vez que buscamos el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano, la vida en sociedad se vuelve un terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenando el desarrollo.

El pueblo mexicano afianza su esperanza en la identidad que ha sido forjada en duros y difíciles momentos de su historia por grandes testimonios de ciudadanos que han comprendido que, para poder superar las situaciones nacidas de la cerrazón del individualismo, era necesario el acuerdo de las Instituciones políticas, sociales y de mercado, y de todos los hombres y mujeres que se comprometen en la búsqueda del bien común y en la promoción de la dignidad de la persona.

Una cultura ancestral y un capital humano esperanzador, como el vuestro, tiene que ser la fuente de estímulo para que encontremos nuevas formas de diálogo, de negociación, de puentes capaces de guiarnos por la senda del compromiso solidario. Un compromiso en el que todos, comenzando por los que nos llamamos cristianos, nos entreguemos a la construcción de «una política auténticamente humana» (Gaudium et spes, 73) y una sociedad en la que nadie se sienta víctima de la cultura del descarte.

A los dirigentes de la vida social, cultural y política, les corresponde de modo especial trabajar para ofrecer a todos los ciudadanos la oportunidad de ser dignos actores de su propio destino, en su familia y en todos los círculos en los que se desarrolla la sociabilidad humana, ayudándoles a un acceso efectivo a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda adecuada, trabajo digno, alimento, justicia real, seguridad efectiva, un ambiente sano y de paz.

Esto no es sólo un asunto de leyes que requieran de actualizaciones y mejoras —siempre necesarias—, sino de una urgente formación de la responsabilidad personal de cada uno, con pleno respeto del otro como corresponsable en la causa común de promover el desarrollo nacional. Es una tarea que involucra a todo el pueblo mexicano en las distintas instancias tanto públicas como privadas, tanto colectivas como individuales.

Le aseguro señor Presidente que, en este esfuerzo, el Gobierno mexicano puede contar con la colaboración de la Iglesia católica, que ha acompañado la vida de esta Nación y que renueva su compromiso y voluntad de servicio a la gran causa del hombre: la edificación de la civilización del amor.

Me dispongo a recorrer este hermoso y gran País como misionero y peregrino que quiere renovar con ustedes la experiencia de la misericordia como un nuevo horizonte de posibilidad que es inevitablemente portador de justicia y de paz.

Y me pongo bajo la mirada de María, la Virgen de Guadalupe -le pido que me mire- para que, por su intercesión, el Padre misericordioso nos conceda que estas jornadas y el futuro de esta tierra sean una oportunidad de encuentro, de comunión y de paz.

Muchas gracias.

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[tab title=”Mensaje/Presidente” ]

Su Santidad Francisco.

Titulares de los Poderes Legislativo y Judicial de nuestro país.

Mensaje de Enrique Peña Nieto Presidente de México

Muy distinguidos invitados.

Mexicanas y mexicanos que nos escuchan, que nos están viendo, quienes se encuentran en la parte del Zócalo, corazón de la capital de nuestro país.

Hoy, es un día de entusiasmo y de enorme alegría para los mexicanos.

El pueblo de México está emocionado, porque usted ya está aquí, entre nosotros.

Reconocemos en usted al líder sensible y visionario que está acercando a una institución milenaria a las nuevas generaciones.

Reconocemos al Papa reformador, que está llevando a la Iglesia Católica al encuentro con la gente.

Como Jefe de Estado, hoy en Palacio Nacional, el Gobierno de México reconoce con honores su investidura.

Como Papa, los mexicanos le damos la más cálida y fraternal bienvenida a nuestro país.

Es la primera vez que el Sumo Pontífice es recibido en este histórico recinto.

Ello es reflejo de la buena relación entre la Santa Sede y México.

Sin embargo, su visita trasciende el encuentro entre dos estados. Se trata del encuentro de un pueblo con su fe.

Su Santidad, México lo quiere.

México quiere al Papa Francisco por su sencillez, por su bondad, por su calidez.

Papa Francisco:

Usted tiene un hogar en el corazón de millones de mexicanos.

Desde la madrugada, en la Plaza de la Constitución aquí, junto a nosotros, se han reunido miles de personas, familias enteras, que vienen a expresarle su cariño y afecto; que están aquí para escuchar su mensaje de aliento y esperanza.

Su pontificado ha llegado en un momento importante y complejo para el mundo. Es un tiempo de grandes retos.

La humanidad experimenta múltiples y acelerados cambios; cambios que abren oportunidades, pero también cambios que provocan dudas e incertidumbres.

Estamos en una era en que se podría alimentar a toda la población mundial. Y, sin embargo, millones de personas aún padecen y mueren de hambre.

Los avances en la ciencia y la medicina, hoy nos permiten curar más enfermedades y vivir más tiempo. Pero los adelantos científicos también son utilizados para hacer la guerra y causar daño.

Nunca se había producido tanta riqueza como ahora, y a pesar de ello, se sigue concentrando en muy pocas manos.

Las nuevas tecnologías multiplican la generación y difusión del conocimiento, pero quienes no tienen acceso a ellas, ahora enfrentan nuevas formas de exclusión.

La globalización ha promovido una intensa movilidad de bienes y de capitales, pero se siguen levantando barreras y obstáculos a la migración de personas que buscan una vida mejor.

Para bien, la democracia se extiende en el mundo. La expresión de la diversidad es cada vez más aceptada, pero, al mismo tiempo, resurgen grupos intolerantes que convierten sus fobias en actos de odio.

El individualismo, el consumismo y la permanente ambición de tener siempre más, no sólo provocan ansiedad y frustración, también atentan contra la solidaridad humana y el cuidado del planeta, que es nuestra casa común.

Todas estas realidades nos muestran a una humanidad que constantemente enfrenta la decisión de hacer el bien, de ser indiferentes o de dejarse llevar por el mal.

Estos dilemas nos obligan a la reflexión, a pensar hacia dónde vamos y qué mundo queremos legar a quienes vienen después de nosotros.

Sobre todo, estos desafíos deben motivarnos a la acción, al compromiso colectivo; al compromiso de todos en favor de una mejor comunidad, de una mejor sociedad.

Tenemos que renovar la esperanza en el futuro, la esperanza es camino y es luz.

Todos estamos llamados a edificar un mundo mejor, trabajando en unión y en sintonía, porque la solidaridad es, como usted bien lo ha dicho, un modo de hacer la historia.

A los gobiernos nos corresponde crear las condiciones para asegurar un piso básico de bienestar a nuestras sociedades, garantizando oportunidades de desarrollo para todos.

Desde lo espiritual, a la Iglesia Católica y a las demás religiones del mundo, les toca seguir promoviendo la esperanza y la solidaridad, la fraternidad y, ante todo, el amor.

De ahí la importancia de tener un Estado laico, como lo es el Estado mexicano, que al velar por la libertad religiosa, protege la diversidad y la dignidad humana.

Por su parte, a los ciudadanos les corresponde practicar y transmitir los valores que nos permiten convivir y avanzar en sociedad.

El respeto, la tolerancia y el entendimiento son cualidades que, independientemente de la creencia de cada quien, nos hacen mejores personas. Son el espacio de encuentro, desde el cual, dentro de las diferencias, podemos construir un mundo mejor.

Como lo ha manifestado Su Santidad, la palabra clave es: diálogo.

Diálogo entre dirigentes, diálogo con el pueblo y diálogo entre todo el pueblo.

Su Santidad Francisco:

Yo estoy seguro de que su peregrinar por México será histórico; será luz y guía para millones de mexicanos.

Su presencia entre nosotros contribuye a reafirmar nuestra vocación colectiva por la paz y la fraternidad, por la justicia y los derechos humanos. Las causas del Papa son, también, las causas de México.

Celebramos que, siguiendo el camino trazado por las escrituras, habrá de reconfortar a los enfermos, abrazar a los que menos tienen y dar aliento a los que sufren.

Sepa que millones de mexicanos están listos para recibir sus palabras de paz, caridad y esperanza, especialmente en este año que la Iglesia Católica celebra el jubileo de la misericordia.

Usted ha convocado a una fe que salga a la calle. En México, Papa Francisco, usted será testigo de esa fe, verá a millones de personas de bien, honestas y trabajadoras que, en su día a día, practican una vida de principios.

Va a recorrer nuestro país de frontera a frontera; conocerá la pluralidad de sus expresiones étnicas y culturales. Será testigo de una Nación de jóvenes que hace frente a sus desafíos, y que ese está transformando para superarlos.

En las calles, en los estadios y plazas que visitará, se encontrará con un pueblo generoso y hospitalario; con un pueblo orgullosamente guadalupano.

Éste es el México que lo recibe con el corazón y los brazos abiertos. Somos una comunidad que valora a la familia; una sociedad solidaria y una Nación forjada en la cultura del esfuerzo.

No tengo duda de que el paso de Su Santidad dejará una huella imborrable en los mexicanos.

Pero también, estoy seguro, de que México dejará una profunda huella en el corazón del Papa Francisco.

Su Santidad:

Sea bienvenido a esta tierra.

México lo abraza con cariño.

Bienvenidas sus palabras, sus bendiciones y su amor para México.

Bienvenida su luz.

Muchas gracias.

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Santa Misa en la Basílica de Guadalupe ofrecida por el Papa Francisco

Santa Misa en la Basílica de Guadalupe ofrecida por el Papa Francisco

Homilía de la Santa Misa en la Basílica de Guadalupe
Sábado 13 de febrero de 2016
Papa Francisco

Escuchamos cómo María fue al encuentro de su prima Isabel. Sin demoras, sin dudas, sin lentitud va a acompañar a su pariente que estaba en sus últimos meses de embarazo.

El encuentro con el ángel a María no la detuvo, pues no se sintió privilegiada, ni que tenía que apartarse de la vida de los suyos. Al contrario, reavivó y puso en movimiento una actitud por la que María es y será recordada siempre como la mujer del «sí», un sí de entrega a Dios y, en el mismo momento, un sí de entrega a sus hermanos. Es el sí que la puso en movimiento para dar lo mejor de ella yendo en camino al encuentro con los demás.

Escuchar este pasaje evangélico en esta casa tiene un sabor especial. María, la mujer del sí, también quiso visitar los habitantes de estas tierras de América en la persona del indio san Juan Diego. Así como se movió por los caminos de Judea y Galilea, de la misma manera caminó al Tepeyac, con sus ropas, usando su lengua, para servir a esta gran Nación. Así como acompañó la gestación de Isabel, ha acompañado y acompaña la gestación de esta bendita tierra mexicana. Así como se hizo presente al pequeño Juanito, de esa misma manera se sigue haciendo presente a todos nosotros; especialmente a aquellos que como él sienten «que no valían nada» (cf. Nican Mopohua, 55). Esta elección particular, digamos preferencial, no fue en contra de nadie sino a favor de todos. El pequeño indio Juan, que se llamaba así mismo como «mecapal, cacaxtle, cola, ala, sometido a cargo ajeno» (cf. ibíd, 55), se volvía «el embajador, muy digno de confianza».

En aquel amanecer de diciembre de 1531 se producía el primer milagro que luego será la memoria viva de todo lo que este Santuario custodia. En ese amanecer, en ese encuentro, Dios despertó la esperanza de su hijo Juan, la esperanza de su Pueblo. En ese amanecer Dios despertó y despierta la esperanza de los pequeños, de los sufrientes, de los desplazados y descartados, de todos aquellos que sienten que no tienen un lugar digno en estas tierras. En ese amanecer, Dios se acercó y se acerca al corazón sufriente pero resistente de tantas madres, padres, abuelos que han visto partir, perder o incluso arrebatarles criminalmente a sus hijos.

En ese amanecer, Juanito experimenta en su propia vida lo que es la esperanza, lo que es la misericordia de Dios. Él es elegido para supervisar, cuidar, custodiar e impulsar la construcción de este Santuario. En repetidas ocasiones le dijo a la Virgen que él no era la persona adecuada, al contrario, si quería llevar adelante esa obra tenía que elegir a otros ya que él no era ilustrado, letrado o perteneciente al grupo de los que podrían hacerlo. María, empecinada —con el empecinamiento que nace del corazón misericordioso del Padre— le dice: no, que él sería su embajador.

Así logra despertar algo que él no sabía expresar, una verdadera bandera de amor y de justicia: en la construcción de ese otro santuario, el de la vida, el de nuestras comunidades, sociedades y culturas, nadie puede quedar afuera. Todos somos necesarios, especialmente aquellos que normalmente no cuentan por no estar a la «altura de las circunstancias» o no «aportar el capital necesario» para la construcción de las mismas. El Santuario de Dios es la vida de sus hijos, de todos y en todas sus condiciones, especialmente de los jóvenes sin futuro expuestos a un sinfín de situaciones dolorosas, riesgosas, y la de los ancianos sin reconocimiento, olvidados en tantos rincones. El santuario de Dios son nuestras familias que necesitan de los mínimos necesarios para poder construirse y levantarse. El santuario de Dios es el rostro de tantos que salen a nuestros caminos…

Al venir a este Santuario nos puede pasar lo mismo que le pasó a Juan Diego. Mirar a la Madre desde nuestros dolores, miedos, desesperaciones, tristezas y decirle: «¿Qué puedo aportar si no soy un letrado?». Miramos a la madre con ojos que dicen: son tantas las situaciones que nos quitan la fuerza, que hacen sentir que no hay espacio para la esperanza, para el cambio, para la transformación. Por eso nos puede hacer bien un poco de silencio, y mirarla a ella, mirarla mucho y calmamente, y decirle como hizo aquel otro hijo que la quería mucho:

«Mirarte simplemente, Madre,
dejar abierta sólo la mirada;
mirarte toda sin decirte nada,
decirte todo, mudo y reverente.
No perturbar el viento de tu frente;
sólo acunar mi soledad violada,
en tus ojos de Madre enamorada
y en tu nido de tierra trasparente.
Las horas se desploman; sacudidos,
muerden los hombres necios la basura
de la vida y de la muerte, con sus ruidos.
Mirarte, Madre; contemplarte apenas,
el corazón callado en tu ternura,
en tu casto silencio de azucenas».
(Himno litúrgico)

Y en este estar mirándola, escuchar una vez más que nos vuelve a decir: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu corazón?» (cf. Nican Mopohua, 107.118). «¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?» (ibíd., 119).

Ella nos dice que tiene el «honor» de ser nuestra madre. Eso nos da la certeza de que las lágrimas de los que sufren no son estériles. Son una oración silenciosa que sube hasta el cielo y que en María encuentra siempre lugar en su manto. En ella y con ella, Dios se hace hermano y compañero de camino, carga con nosotros las cruces para no quedar aplastados por nuestros dolores.

¿Acaso no soy yo tu madre? ¿No estoy aquí? No te dejes vencer por tus dolores, tristezas, nos dice. Hoy nuevamente nos vuelve a enviar; hoy nuevamente nos vuelve a decir, sé mi embajador, sé mi enviado a construir tantos y nuevos santuarios, acompañar tantas vidas, consolar tantas lágrimas. Tan sólo camina por los caminos de tu vecindario, de tu comunidad, de tu parroquia como mi embajador; levanta santuarios compartiendo la alegría de saber que no estamos solos, que ella va con nosotros. Sé mi embajador, nos dice, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, da lugar al necesitado, viste al desnudo y visita al enfermo. Socorre al que está preso, perdona al que te lastimó, consuela al que esta triste, ten paciencia con los demás y, especialmente, pide y ruega a nuestro Dios.

¿Acaso no soy tu madre? ¿Acaso no estoy aquí?, nos vuelve a decir María. Anda a construir mi santuario, ayúdame a levantar la vida de mis hijos, tus hermanos.

[Texto original: Espanol]

[Tomado de la Oficina de Prensa del Vaticano]

© Copyright – Libreria Editrice Vaticana
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